Hay una cuerda que Euterpe
siempre toca: la de la herida;
la del reconocimiento en el otro de las marcas del exilio de uno mismo,
que diría Lacan;
la del hilo de la imposibilidad.
Euterpe en la mitología griega es la musa de la música y de la poesía lírica, del arte de tocar la flauta y la musa de la danza. Según su etimología es la muy placentera, la de buen ánimo.
Qué insensatez griega pensar que básicamente lo agradable es inspiracional. No hay goce estético en
el dolor, pero en su domesticación
hay una ventana.
En esta guitarra vaciada el hueco no hace su funcionalidad taoísta, el hueco resalta su no posibilidad. No hay nudos de enumeración en los hilos. Euterpe intenta bailar entre las cuerdas que no suenan; intenta condonar las deudas, y aceptar el pasado sin pedirle compensación al futuro, que diría Weil; se esfuerza en aceptar la deselección,
y proteger las marcas
porque son nuestra identidad.
En esta guitarra vaciada hay seis Euterpes que corresponden,
sin ton ni son, a cada nota musical de un instrumento imposible en su definición.
No suena la flauta.
Euterpe es el nuevo amor.
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Atoqsaycuchi Lab es un
laboratorio de lirismo e inopia
acerca de la causalidad metafórica
y el continuo de la imagen.
Atoqsaycuchi en quechua significa
«el camino del zorro»,
acaso el zorro arguediano.
Ese camino.
¿Somos zorros con camino?
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«Se sabe que hay un camino, para la poesía, que sirve para atravesar ese desfiladero, pero nadie sabe cuál es ese camino que está al borde de la boca de la ballena; se sabe que hay otro camino, que es el que no se debe seguir, donde el caballo en la encrucijada resopla, como si sintiese el fuego en los cascos (…)
La poesía había encontrado letras para lo desconocido, había situado nuevos dioses, había adquirido el potens, la posibilidad infinita, pero le quedaba su última gran dimensión:
el mundo de la resurrección».
Escritos de Estética,
José Lezama Lima